*OCTAVIO CASTRO SAEZ
Hace unos treinta años llegamos por primera vez a Puerto Natales, la amable capital de Ultima Esperanza. Éramos entonces unos recién iniciados maestros de escuela primaria, llevados de la mano de cábalas y aventuras, requeridos por cielos y horizontes, rachas de mar y huellas a la suerte. La poesía nos alborotaba los sueños y por todas partes afloraban los viajes hacia lugares sin destino, entre otros, aquellos que ni siquiera asoman en los mapas. Eran los tiempos de grandes nevazones, vientos del demonio, inviernos largos y humos azules que nacían desde los techos rojos de las casas como surcos de la vida familiar y eterna. Todo un pequeño universo en el meridión del territorio patrio.
Y allí, entre la escarcha y el espejo de su bahía, por calles extraviadas de soledad y barro, Puerto Natales levantaba su arquitectura de un solo piso, hecha a ñeque en sus propios callados carpinteros, chilotes venidos de las islas de la magia del lejano archipiélago. Entre ellos vivía Octavio Castro Sáez, el profesor de primeras letras, el soñador, el amigo. Le conocimos rodeado del cariño de la gente, hombres rústicos y mujeres tiernas, ancianos de palabras secas y niños de ojos cautivantes. En ese medio cultivaba la amistad este maestro primario venido desde las vecindades de Cauquenes hasta las playas de Puerto Natales, entre oleajes y cisnes de cuello negro.
Por las noches oscuras, hicimos la romántica bohemia de otro tiempo, acompañados por los jóvenes docentes de aquella época; con Aurelio Rozas, Prosperino Barrientos y el poeta Raúl Rivera nos dábamos la tarea de reinventar la humanidad. Octavio Castro nos amparaba con una simulada seriedad que se quebraba al disparo de unas cuantas moradas botellas de vino, servidas por las solícitas manos de Antonio Garay Vásquez.
El poeta Raúl Rivera recordaría más tarde estos momentos en un hermoso libro que titulara “Fiestas mortales” y en cuyos renglones está impresa una noble ensoñación: “Durante muchos años mis pisadas/ cayeron en la nieve de Natales./ A la salida de algunas cantinas,/ por las calles de sombra en que vivían/ mis solitarias novias de ese tiempo”:
Octavio Castro Sáez amaba a la poesía, la lectura, la conversación que se prolongaba en las noches silenciosas. Cierta vez nos sorprendió la madrugada en la grata compañía del novelista Nicomedes Guzmán, hablando de lo divino y humano, trazando proyectos, editando libros imposibles y trayendo a la memoria el nombre de los muertos más queridos. De improviso, desde el lugar más inesperado aparecía el tipógrafo y soñador Amado Aguilar con su barba de chivo y sus ojos saltarines. Otro habitante más para la tertulia interminablemente maravillosa, mientras las últimas estrellas, buscaban refugio entre las nubes. Entonces, había que subirse el cuello del abrigo, anudar la bufanda y echarnos a andar por esas calles sombrías que suben hasta el cementerio. Lejos, las murallas del Paine y sus lagos celestes.
Octavio Castro Sáez, nos proporcionó su amistad generosa, su palabra cordial y su gesto de hombría. Aquerenciado en Puerto Natales, fue una especie de alcalde vitalicio, electo con el sufragio de los más humildes y desamparados, a los que a diario veía a través de los hijos que él educaba en la principal escuela, entre copias a tinta y tareas de botánica. Las funciones profesionales y públicas lo trajeron a Punta Arenas, donde llegó a desempeñarse como director provincial de Educación e Intendente de Magallanes. Después de haber cumplido estas altas destinaciones, volvió a su Puerto Natales, jubilado como maestro y con una exigua pensión después de largos años en el magisterio.
Hoy ya no está con nosotros. Se ha ido en ese viaje sin vuelta, acompañado del día gris del otoño que pasa, de la evocación de sus amigos y de ese silencio que se hace visible y permanente. Nos quedan sus palabras de escritor que nunca quiso hacer algo, volcar sus impresiones en la prensa o publicar un libro. En esto fue un solitario a su modo. Una vez nos sorprendió con un folleto editado por el Ministerio de Educación. Allí leímos su prosa limpia y robusta describiendo Ultima Esperanza: “Cada momento que se vive, o pasa simplemente, en esa parte de la tierra austral chilena está impregnada de lo extraordinario del paisaje, de su inmensa soledad, de la húmeda vibración cósmica de sus lagos, de la gelidez de las eternas nieves de los ventisqueros, del canto enfurecidos de los vientos que, incansables, se estrellan con tozudez ciclópea contra los acantilados, los murallones y picachos invencibles de los cerros…” Así hablaba de su tierra Octavio Castro Sáez: a ella vuelve en el recuerdo de los suyos, llevándose el afecto de quienes fuimos sus amigos.
*Marino Muñoz Lagos “La Prensa Austral”, 10 de mayo de 1980.
Recopilado por J.D.B.