• 10 de octubre de 2024

El día en que Puerto Natales se quedó sin papas

 El día en que Puerto Natales se quedó sin papas
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Editor: Este notable relato del escritor Hugo Vera Miranda (Puerto Natales, 1951) a quien entrevistara para el desaparecido diario electrónico Natales Online en el año 2016, nos presenta el  Macondo  natalino, revelando su hebra e influencia garciamarquiana y rindiéndose al realismo mágico del  nobel colombiano, pero en etapa superlativa, donde lo esperpéntico se vuelve casi cotidiano.

Son claras las pistas que va entregando en las 1403 palabras de extensión del texto, en su  estructura y desarrollo del relato, aúnque no sin dejar de jugar permanentemente con el humor y sarcasmo … Como advirtiéndonos, no os fieis de mi… ¡Ojo! que les estoy tomando el pelo pelotudos.

Así, un evento trivial y menor como el que representan las papas, los tubérculos (algo que el mercado puede resolver sin mayor problema… Von Hayek… Javier Milei…), pretérito alimento por esencia chilote, deviene en una guerra fratricida, un cataclismo mayor, un virtual azote divino por haber incurrido en el pecado de la carne y transgresión de la ley…

Convengamos, de este modo, que Vera Miranda, celoso y apegado a la tradición del escritor y poeta, cree y persiste en la misión de conservar encendido el fuego sagrado… y, por otra parte, se asemeja al evangelista en el desierto -sin desearlo ni querer ni tampoco buscarlo- que lanza golpes y tira latigazos por medio de la palabra,  persiguiendo en esta tarea convencer y precaver a las nuevas generaciones. (O quizás no…) Evangélicamente hablando. Amén.

*Mientras escribía, escuchaba esta música:

PIER- Cosquín Rock 2019- Herido y coleando

 

El día que Natales se quedó sin papas

Fue el día en que Natales se quedó sin papas. Mi madre antes de morir me dijo: huye y escribe. Escribe el sufrimiento tal cual, no agregues nada, cuenta la verdad. Eso me dijo mi madre. Cuenta lo que hemos pasado y que Dios te bendiga. A más de treinta años de la tragedia, recién ahora estoy en condiciones de escribir la epopeya. Murieron mis padres, mis tíos, mis primos y sobrinos. Mucha gente amiga que adoraba. Junto a ellos también se murió Puerto Natales. Por lo menos ese Puerto Natales que yo conocí. Que tanto amé. Una Arcadia apacible en donde el puma, el ñandú y el zorro coexistían pacíficamente con un pueblo de ganaderos, mineros y pescadores, todos ellos inocentes de pura inocencia. El paseo por la plaza, la misa en latín y la matiné de los domingos. el juego del trompo y las bolitas. El fútbol de todos los días, el intercambio de figuritas, los besos primeros y la urgente sensación de la premura del deseo. Junto a una vida bucólica, siempre tuvimos la sensación de vivir una vida fuera de lo común. Un lugar en el mundo en donde pasaban cosas extraordinarias y que no nos llamaban la atención.

Recuerdo perfectamente que cada dos o tres casas, se vendían o intercambiaban libros y revistas. Una cosa desusada para la época, en contraposición a otros pueblos vecinos. En algunos registros de aquel tiempo, aparecía Puerto Natales llamado como El pueblo lector. Aquello no nos daba precisamente cierto real orgullo. Para nada, sino que era tan normal para nosotros, como beber la sangre del cordero pascual en cada diciembre. La gente leía, trabajaba, jugaba. Casi en perfecta armonía. Todo en un maravilloso entorno. Montañas rojas, glaciares agrietados en azul, verdes praderas, fiordos enloquecidos y guanacos rampantes. Traigo a colación lo de los libros, para daros a conocer el impacto que pudo haber causado García Márquez entre los natalinos. Téngalo por seguro que ninguno. La verdad que Macondo era un pálido reflejo de la magia de nuestro pueblo. Aquelarres constantes en el cerro Dorotea. Brujos convirtiéndose en gatos. Pumas devorando pescadores. Payasos asesinos. Putas en carromatos por el pueblo. Monjas a caballo. Muertos dando discursos dentro de su ataúd. Nada nuevo bajo el sol. Nada nuevo bajo el sol de Puerto Natales. Es que de esas y otras historias, estábamos hasta el cuello. Todos los días nos pasaban historias que te cagas. Y se volvían rutina. Como la de Domingo Santos. Gaucho a carta cabal y a mucha estima. Que un día en Torres del Paine, se atragantó con un huesillo. A punto de morir, y ya casi sin respirar, morado moradísimo, su compañero de faenas fue en su rescate y le cortó el cuello con su facón. No morirás como un perro. Ahora respira le dijo. Y respiró. Y lo salvó. Lo tendió sobre un caballo, lo amarró bien amarrado y lo llevó hacia el pueblo. Tres días y tres noches sobre el caballo. Por entre matorrales y la nieve. Con caballos navegando sobre pantanos inacabables. Irguiéndose por entre el pardo oscuro de la turba. Sin descanso, hasta llegar al pueblo. Lo salvó. Acaba de morir don Domingo Santos. Después de sesenta años de esta historia. Por cosas como esta es que el realismo mágico de Aracataca nunca entró al pueblo. Pero el día en que Natales se quedó sin papas, supera todo relato imaginable.

Por ejemplo: Mi madre pelaba las papas y luego preguntaba qué nos gustaría comer. Aquello significaba papas con carne, papas con pescado, papas con pollo, papas con puma -en ese tiempo no era especie protegida- papas con harina, papas con cilantro, papas con habichuelas, papas con guisantes, papas con tomates, papas con pingüino, papas con algo. Toda nuestra vida giraba en torno a la diosa Papa. Los viejos sabios del pueblo, que extrañamente eran los que menos sabían, aseguraban que las papas corailas, servían para endurecer una parte específica de un músculo determinado del hombre. Luego también se usaban para bajar la fiebre. Se cortaban en rodajas, se la ponían en la frente del calenturiento y se lo amarraba con un pañuelo. Puedo dar fe que la fiebre se iba como por encanto. También en noches de San Juan servían para saber el derrotero del destino humano. Los pescadores la usaban para seguir el rumbo de su chalupa. Existía entre los habitantes del pueblo un cuento muy hermoso en donde Eva le invita a comer una papa a Adán y él renuncia a comer la papa. El pecado original quedaba abolido y la humanidad de ahí en más, habría de entregarse al goce y la alegría. Luego seguía toda una saga, una larga y brumosa historia hasta terminar en Nagasaki e Hiroshima. También la papa, como ya podéis suponer, servía para hacer unos licores embriagadores y contundentes. Y no hablo del vodka polaco, sino de un licor que fabricaba gente del pueblo, licor que antes de beberlo asumías la total y absoluta responsabilidad de tu acto, renunciabas a toda ayuda exterior y en caso de fallecimiento, legabas tus posesiones al Cuerpo de Bomberos del pueblo.

Aquel viernes de San Juan, el día había amanecido espléndido y el Ferry Evangelistas ponía proa hacia Puerto Natales. Dejaba atrás un Puerto Montt gris con sus dolorosas esculturas boterianas esperpénticas. Serían tres días como los de siempre. Fiordos, canales, caídas de agua, mar embravecido, turistas mareados, camiones con vituallas y las benditas papas para abastecer al pueblo. El capitán, un tranquilo marino avezado, con plenos poderes en situación de mando de la nave. Un viaje de rutina y hastío. Fue hasta el segundo día en que la cosa se fueron complicando. Y no fue por vientos ni mareas, ni por algún desperfecto de la nave, sino por el ingreso a la sala del capitán de tres turistas catalanas de Santa Coloma de Gramanet. Y así el viaje se fue haciendo. Se fue haciendo más entretenido para el capitán y sus lugartenientes. Las catalanas, unas chavalas preciosas y divertidas. Generosas y con un desparpajo al más alto nivel. Entre fiordo y fiordo la cosa se fue animando. Licores a raudales y las bragas que salían disparadas rumbo a cualquier parte del Pacífico. Decían: ¡Coño que grande la tenéis los chilenos! ¡Es que la estamos pasando de puta madre! Y así. Sodoma y Gomorra en el Ferry Evangelistas. Hasta llegar a Puerto Natales. Mejor dicho, hasta llegar a chocar contra el muelle de Puerto Natales.

Un muelle destrozado por el jolgorio. Por un capitán borracho y una tripulación alucinada que dormía la mona. Se tardarían tres meses en reconstruir el muelle. Tres meses sin el suministro de nuestra querida papa. La ausencia de la papa se comenzó a sentir a la semana. Acaparamiento y mercado negro pusieron la tónica. Gente deambulando como fantasmas por las calles, con sus ojos fuera de órbita. Alguien cambió su auto por tres kilos de papas. Otros su casa por un saco. Alguien cambió a su mujer, nunca nadie supo cuánto le dieron. Trueques disparatados. El oro no servía de nada. Otros partieron errantes por los campos, tirándose por acantilados inconmensurables. El único hospital del pueblo no daba abasto. Se podía matar por una papa. Una inmensa baba blanca saliendo por la comisura de los labios. Pre-anuncio de la muerte. De qué vale vivir sin papas, era el comentario en todos los rincones. En todos los bares. En todos los estamentos. Todo por esas putas catalanas, fueron las últimas palabras de mi tío Albám Miranda. Mi tío Olegario mató a su mujer y a sus hijos y luego se pegó un tiro. Mi prima Yislen se tiró ante el paso del tren a Bories. Eso pasó. Y miles de otros casos que por escabrosos, no me animo a contar. Y ahora lo escribo. Por mandato de mi madre. Me dijo que huyera y huí, me dijo que escribiera y escribí. Que contara el sufrimiento de un pueblo ante la escasez de papas. Pasaron los meses, los años, las décadas y el pueblo se hizo ciudad. De a poco se olvidando la historia. La historia de aquella vez en que Puerto Natales se quedó sin papas. Ahora llegan miles de turistas, gente que no conoce esta historia. Sí que quedan sorprendidos ante el cartel que está a la entrada del pueblo. Prohibido el ingreso de catalanas.

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